domingo, 25 de noviembre de 2012

Los 'trenes de la esperanza' de los emigrantes andaluces a Cataluña hace 50 años


El viaje a la tierra prometida podía tardar más de un día y a lo largo del viaje se hacían amistades y se sufrían las consecuencias de un servicio incómodo 

09.05.10 - 02:23 -


Se estima que casi 850.000 andaluces vívían en Cataluña a principio de los años 80, es un dato clásico a la hora de hablar de la emigración. La mayoría emigraron durante la segunda mitad del siglo XX. El tren se convirtió en el vehículo que los trasladó hasta Cataluña. Muchas veces viajaron con el único equipaje de la ilusión por una vida mejor. Muchos vendieron lo poco que tenían para empezar una nueva vida. A otros los esperaban en el anden familiares que ya habían prosperado. Es el caso de José Cano, un joven natural de la localidad malagueña de Almargen.
Faltaban pocos minutos para que el reloj del andén de la estación de Bobadilla marcase las dos de la tarde, cuenta José, que tiene grabado en su memoria el momento de su partida. Un grupo de familiares y amigos se despedían de él. Eran momentos de impaciencia y de intranquilidad. La ilusión por iniciar una vida más próspera se confundía con el miedo a abrir una nueva etapa en su vida.
Los bultos -maletas, equipajes en cajas de cartón atadas con cuerdas...- se amontonaban junto a la escalerilla del vagón. Aquellas maletas de madera, o en su versión más económica de cartón, se convirtieron en el icono de la emigración durante la segunda mitad del siglo XX. «Pesaban como una condena», dice José. Aquellas maletas viajaban sobre las cabezas de los pasajeros en los andenes. Los más impacientes acercaban por las ventanillas el equipaje a sus familiares. En cada estación de sur a norte de la península se repetía la escena.
Como anticipo de aquella cita con la prosperidad, José llevaba en su bolsillo 2.000 pesetas que le había procurado su hermano. Aquella cantidad de dinero le permitiría dar sus primeros pasos en Barcelona antes de que encontrase un trabajo. En el bolsillo y junto a ellas José llevaba su pasaporte a la novísima tierra de Jauja, un billete de tren. 50 años después José no recuerda su precio, fue otra ayuda de su hermano y el importe del viaje no quedó grabado en su memoria.
El tren comenzó su marcha, era como un gran reptil recién alimentado que le costase ponerse en movimiento. Con pereza el ferrocarril comenzó a deslizarse sobre la tierra, su lento movimiento le permitía a José despedirse de los suyos.
Aquel tren recibía distintos nombres según el lugar al que apuntase la locomotora. Cuando salía de Andalucía y tras reunir los vagones procedentes de distintas procedencias se terminaba llamando 'El Sevillano', también fue 'El Malagueño' o 'El Granadino'. Cuando el tren miraba desde Cataluña a Andalucía en el viaje de regreso se conocía popularmente como 'El Catalán'. En realidad, nos aclaran desde Centro de Estudios Históricos del Ferrocarril Español no fue un único tren y el servicio sufrió numerosas modificaciones a lo largo de los años.
Aquel 24 de enero de 1958 José tenía 27 años, dejaba atrás toda su vida y una novia con la que llevaba 8 años de relaciones. Aquel tren andaba tan lento que si las promesa de una vida mejor no hubiese sido más fuerte que las dudas, José hubiese podido volver a saltar sobre el andén y olvidarse de aquel viaje a Barcelona.
La familia de José, que vivía en un cortijo, había preparado el viaje con antelación y preparó todo tipo de viandas. El equipaje era comida, las 2.000 pesetas del hermano y muy poca ropa, según recuerda. Los vagones olían a una mezcla de comida y a grasa del tren. Algunos pasajeros hacían el viaje sin asiento. Los más afortunados contaban con un banco corrido de madera que los más prevenidos ablandaban con un cojín o una almohada.
José no llegaría a Barcelona hasta las 9 de la noche del 25 de enero, un día y medio después. Habría tiempo de tejer sueños y temores a través de las conversaciones sobre las maravillas de su lugar de destino, de los éxitos de parientes más o menos cercanos que iniciaron la aventura años antes. Aquellos trenes fueron el nacimiento de muchas amistades, muchas de ellas tan efímeras como el propio viaje.
Terra ignota
Eran auténticos descubridores de un nuevo mundo. Barcelona era prácticamente una tierra desconocida, en la que muchas personas hablaban distinto y en la que la fama de tacaños perseguía a sus pobladores. Poco más se sabía de Barcelona y los catalanes. No obstante había un bálsamo para toda duda sobre el lugar al que se iba, dice José: «Barcelona es bona, si la bolsa sona». Era la conclusión final de toda conversación sobre lo mucho que se iba a ganar.
José viajaba tranquilo, pero no era el caso de algunos compañeros de vagón. José iba a ser recibido por un familiar en el andén de la Estación de Francia. A otros la proximidad a la estación se iba convirtiendo en angustia. Muchos de los ocupantes de aquellos trenes terminaban en manos de la Policía. Más de un día de viaje podía terminar en el Pabellón de las Misiones de Montjuic a la espera de que hubiese un contingente suficiente para llenar un tren de vuelta a casa.
Deportados
La razón de aquel retorno obligado fue la propia ley española. Una circular del Gobernador Civil de 1952 y una ordenanza municipal de 1956 obligaba a los recién llegados a demostrar una residencia y un trabajo. Aquellos que no podían justificarlo eran primero retenidos en el Pabellón de las Misiones de Montjuic y finalmente mandados de vuelta a su tierra. Entre 1950 y 1955 se estima que Barcelona deportó a más de 15.000 emigrantes en su propio país.
Las razones de esta norma que limitaba la movilidad podían ser variadas. El autor del libro 'El Ideal de Blas Infante en Cataluña', Paco García Duarte, apunta a un intento de impedir la sangría de mano de obra barata por parte de los terratenientes del sur de la península. Otras razones podían ser la de evitar el hacinamiento y los barrios de aluvión en las ciudades de destino.
El primer capítulo de esta obra recoge una circular del gobernador civil de Barcelona, Felipe Acedo Colunga, publicada el 6 de Octubre de 1952 en el Boletín Oficial de la Provincia de Barcelona y en la que se dan instrucciones para que «por los señores Alcaldes, Jefe superior de Policía de la provincia, Comandantes de puesto de la Guardia Civil y Comisarías locales existentes se impedirá en lo sucesivo la entrada y subsiguiente permanencia en sus respectivos términos municipales de aquellas personas que por no tener domicilio tuvieren que recurrir a la vivienda no autorizada -eufemismo utilizado para referirse a las barracas, apunta García Duarte- debiéndolos remitir a este Gobierno civil para su evacuación por el Servicio que se encuentra a este efecto establecido».
García Duarte recoge en un capítulo de su obra el testimonio de una bastetana, Quiteria Ruiz Martínez, que vivió esta experiencia en el año 1955. Su marido se encontraba en Callús (Barcelona) trabajando sin contrato. En la estación trató de recogerla un hermano de su marido, pero el parecido físico no fue suficiente, «aunque mi cuñado se parecía a mi marido, al pedirme el libro de familia se dieron cuenta que no era él y me llevaron a comisaría. Desde allí, cuando juntaron un grupo de gente, ya por la noche, nos llevaron a Montjuic», señala el testimonio recogido por García Duarte.
Quiteria y su marido fueron mandados de vuelta a su casa, sin embargo, perseveraron en el intento y, en este caso, a la segunda fue la vencida. Desde la estación de Chinchilla y una vez que les habían devuelto sus documentos, emprendieron nuevamente el regreso, cambiando la ruta y empleando 8 días en el trayecto.
Para evitar experiencias como la de Quiteria muchos se bajaban en estaciones cercanas a Barcelona y completaban el viaje a pie. Otros se tiraban del tren en marcha cuando se anunciaba su llegada a la estación. Según García Duarte, algunos maquinistas conocedores del tema aminoraban la marcha cuando se aproximaban a los puntos habituales.
Malas condiciones
La lejanía en el tiempo hace que se miren aquellos largos viajes con una sonrisa. Antonio Morante es natural de Guadahortuna y en 1964 emigró a Barcelona donde conoció a su mujer, Isabel. Juntos hicieron el camino de regreso al pueblo en más de una ocasión, en las esperadas vacaciones anuales, aunque pasaron seis años para el viaje de vuelta.
Manuel recuerda el precio de aquel billete que lo llevó hasta Barcelona por primera vez. «Eran 500 pesetas, lo que entonces eran casi 20 días de trabajo de un hombre en el campo», comenta. Tomó aquel tren en la estación de Alamedilla y recuerda haber visto como algunos pasajeros acercaban su equipaje en burros hasta la estación.
«Las condiciones eran horribles, el tren olía a comida, la piel se cubría de sudor negro y al baño no se podía entrar», dice Isabel. Se echan las manos a la cabeza cuando recuerdan aquellos viajes, «cuando la carbonilla se te metía en los ojos y echabas lágrimas negras», dice ella.
Manuel asegura que en alguna ocasión se encontraban pasajeros escondidos que no habían podido pagar el billete. «Eran los menos», dice, sin embargo, recuerda haber encontrado a un hombre escondido en el compartimento de las maletas. Los polizones pedían no ser delatados y se escondían entre el equipaje.
Isabel, nacida en Murcia y criada en Valencia, recuerda que la marcha del tren era tan lenta que a veces permitía a los viajeros saltar a coger naranjas y volver a subir al tren. Evidentemente era a la altura de la provincia de Valencia.
Mejores tiempos corrieron para Manuel Triviño. Diciembre de 1970 aprobó el ingreso en Telefónica. Tras tres meses de cursillo en Sevilla fue destinado a Cataluña y su primer viaje lo hizo en un tren desde la estación de Huéneja. «Aquello era como irse al extranjero», dice Manuel. Los viajes entre Andalucía y Cataluña no eran habituales. A veces se tardaba más de un año en volver. El vecino se convertía casi en mensajero. «Siempre venía bien ese paquete, era un mandao que se hacía con gusto por aquello del hoy por mi y mañana por ti».
Cuando la familia crecía también lo hacía el precio del billete de vuelta. «Había gente que venía de año en año y ya era mucho», dice Manolo. Había que pagar el billete de todos los miembros de la familia y aunque había descuentos para familias y para los menores, lo cierto es que los viajes de vacaciones se hacían un poco cuesta arriba para la economía familiar, asegura Triviño. El principal objetivo de muchos de aquellos emigrantes era el de ahorrar.
Pero aunque los tiempos de Manuel fueron mucho mejores para viajar en tren, en su memoria se guarda algún viaje casi mítico. Cuando nació su hijo en el año 1978 viajó hasta Sevilla con el recién nacido para que lo conociese el bisabuelo de la criatura. Aquel viaje casi improvisado lo hizo «con el cochecito del niño sobre la plataforma del tren y no me arrepiento, hice muy bien en ir porque dos meses después falleció mi abuelo».
Regresos
Los tiempos cambian que son una barbaridad. La mayoría de los usuarios de aquellos trenes soñaron con un coche que les permitiese volver a casa con más comodidad y, sobre todo, más frecuentemente. José Cano se compró un 600, no menos mítico que aquellos trenes y que en aquellos tiempos llegó a retar a un no menos mítico «Tiburón» en un viaje de regreso. Hoy prefiere el AVE para llegar a Madrid o Sevilla donde se encuentra parte de su familia.
Manuel Triviño, con destinos divididos entre Sevilla y Huéneja, también es usuario del AVE. «Si compras el billete con tiempo te puede salir muy ventajoso», dice. Aunque la principal virtud de este tren es el tiempo que invierte para para cubrir el trayecto entre Barcelona y Sevilla.
El avión es otra alternativa para los nuevos viajeros. Los precios de los vuelos pueden variar entre los 35 y 200 euros dependiendo de la antelación con la que se compren los billetes y del horario. Desde Granada parten al menos dos vuelos diarios de la compañías Vueling y, para asombro de aquellos viajeros, el viaje sólo dura una hora y cuerto.

FUENTES IDEAL:ES

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