domingo, 25 de noviembre de 2012

El ojo del tuerto


El franquismo en la cultura popular andaluza: la emigración

Mi experiencia personal con la emigración se remonta a 1981, cuando llegué como un emigrante más a Barcelona siendo aún un niño. Por entonces, totalmente ignorante de lo que me esperaba allí, sólo sabía de Cataluña lo que había oído en los comentarios de la gente al saber dónde me iba, y ninguno de aquellos comentarios era bueno. Voy a reconocer que aquella noche de Reyes de 1981, mi primera noche en Barcelona, lloré un poco desconsolado por lo que dejaba en Sevilla, y un mucho asustado por lo que tendría que afrontar a partir de entonces.
Durante los seis años siguientes tuve la oportunidad de comprobar que todos aquellos comentarios agoreros de familiares y conocidos estaban equivocados: Barcelona resultó ser un lugar acogedor y agradable para vivir, a pesar de su enorme tamaño. Hice amigos catalanes rápidamente (de los que no necesitan convencerse ante el espejo de su catalanidad), y a algunos los conservaré durante toda la vida, espero. Tuve acceso a todo un nuevo universo cultural que poco o nada tenía que ver con lo que hasta entonces había visto: aprendí una nueva lengua, y con ella se me abrieron las puertas de un maravilloso mundo literario. Hoy lamento que la rutina y el paso de los años hayan oxidado mi catalán hablado, aunque aún puedo leerlo bastante bien y, con limitaciones, escribir algo (aunque sólo sea para meterme con algún político bocazas). Creo que, en conjunto, mi experiencia como emigrante fue enriquecedora, y nunca, ni entonces ni ahora, salió ni saldrá de mi boca una palabra para hablar mal de Cataluña y de sus gentes (que son muy buenas, buenas, malas y peores, en una proporción semejante a la de cualquier otro lugar).
Y después de varios años en los que maduré y pasé de ser un niño a casi un adulto, volvimos a Sevilla en 1986. La mía fue una emigración con fecha de caducidad, pero allí conocí otra emigración: la permanente; la de aquellos que llegaron en los años sesenta y setenta para quedarse toda la vida; la de personas mayores, con cuarenta años de trabajo en Cataluña a las espaldas que aún añoraban su pequeño pueblo de Sevilla o Córdoba (era increíble el número de cordobeses que vivían en Barcelona; estaban por todas partes). Conocí a la segunda generación, a los hijos de aquellos emigrantes, a loscharnegos, en pleno proceso de asimilarse culturalmente a Cataluña o quedarse en el limbo (o lo que es peor, en el gueto). Los había desde algunos que bajo ningún concepto admitían ser considerados catalanes hasta los que, en el colmo del sarcasmo, se declaraban políticamente independentistas cuando sólo una generación les separaba de los campos de labranza de Extremadura o Andalucía.
Con el tiempo me dí cuenta de que aquellos cientos de miles de andaluces (tal vez millones) que poblaban los barrios y pueblos periféricos de Barcelona eran la prueba más palpable de la desigualdad provocada por el pasado regimen franquista en España. Durante décadas se había fomentado el tejido industrial del norte de España, contentando así a la arisca e influyente burguesía vasca y catalana que, al fin y a la postre, seguía siendo quien tenía en sus manos el poder económico del país, mientras el sur de España quedaba sumido en la miseria y en el inmovilismo, conservando unas estructuras económicas heredadas del caciquismo de finales del siglo XIX. El precio que los catalanes tuvieron que pagar por un progreso desproporcionado al del resto del país fue aquel aporte de mano de obra (imprescindible para hacer funcionar la maquinaria industrial y económica), que traía consigo una cultura propia. El modo en que este aporte cultural sea manejado por el pueblo y por los gobiernos de Cataluña dará en el futuro la escala de lo que ellos mismos valen como cultura, ya que la historia demuestra que toda cultura empecinada en la endogamia está abocada a la desaparición.
Es curioso (y lamentable, por qué no decirlo) que a estas alturas del siglo XXI, cuando las desigualdades históricas que favorecieron a Cataluña en detrimento de otras partes de España todavía están lejos de resolverse, surjan tantas voces desde la política catalana que pretendan ejercer el victimismo económico, esgrimiendo una supuesta afrenta fiscal sobre su territorio en favor de otros territorios. Hay políticos que, o bien son unos ignorantes y no se enteran, o lo que es mucho peor, saben pero prefieren mentir: en España no tributan los territorios; tributan los ciudadanos. Y el producto de esa tributación se reparte solidariamente (o debería hacerse) en todo el territorio nacional, dependiendo de las necesidades de cada región.
Lástima que en este mundo regido por los intereses económicos, el sur haya sido históricamente vejado y ahora haya quien pretenda dejarlo de nuevo en la estacada quedándose con todo el pastel de un progreso que fue pagado con sangre andaluza.
Para terminar, dejadme que os ponga una canción del eterno Serrat, cantada en el dialecto mestizo entre el andaluz y el catalán al más puro estilo charnego, que refleja como ninguna la vida de muchos miles de andaluces que se dejaron la piel para que Cataluña sea lo que es hoy, sin pedir más que un modesto salario a cambio. Personalmente, no puedo evitar el nudo en la garganta que siento cada vez que la escucho, aunque supongo que para sentirla así, primero hay que tener la experiencia vital de la emigración, aunque sea una emigración light como la mía.

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