Martí Marín Corbera*
Una tradición forjada a partir de 1939.
Emigrar no era una tradición andaluza. Sirva como ejemplo que en América Latina la imagen del emigrante español es el gallego, no el andaluz. Mientras fue posible imaginar una reforma agraria, el campesino andaluz solamente dejó sus tierras para emigrar a ciudades cercanas. Pero la Guerra Civil cambió el curso de la vida de millares de andaluces que no tuvieron otra alternativa que tomar el camino de la emigración con destino preferente a Cataluña. De esta manera, a la altura de 1970 Cataluña registraba nada menos que 840.206 habitantes nacidos en suelo andaluz. Un viaje que tomó forma de penosa aventura, ya que fueron acogidos con recelo, alojados en infraviviendas, tratados con desdén y contratados con míseros salarios bajo precarias condiciones de trabajo.
El mundo contemporáneo ha incrementado la intensidad de los desplazamientos de población de manera exponencial: mayor número de emigrantes , a mayor distancia y mayor velocidad. Toda la historia de la humanidad puede leerse como una historia de migraciones —lectura perfectamente compatible a la de observar esa misma historia como una sucesión de sistemas económicos, formas de estado o ideologías— porque ellas han sido consustanciales al devenir de la humanidad. Pero cabe destacar un cierto número de cambios que han conferido al mundo contemporáneo una especificidad mayor en este terreno. En primer lugar, y ya es un tópico, los cambios tecnológicos incrementaron las posibilidades de desplazamiento simultáneo de mayores contingentes y fueron los responsables de la mayor velocidad a la que se produjeron. Aunque siempre fue necesaria una seguridad relativa en la opción de emigrar y una motivación para ello.
La construcción de los estados nacionales facilitó el tránsito de población por el interior de un mismo país, dada la fijación de unos trámites legales y la seguridad jurídica que provocó. La emigración “interior” dejó de ser una aventura completamente incierta a merced de los caprichos —o necesidades— de las autoridades locales y pasó a tener relación con un esquema de derechos y deberes, con independencia de que no siempre fueran respetados.
En lo que respecta a la motivación, los cambios provocados por el tránsito a un mundo capitalista, con la prosperidad económica de ciertas zonas y la decadencia de otras, y las transformaciones políticas hacia cotas de mayor libertad y oportunidades sociales, a menudo a un ritmo frenético, impulsaron el éxodo de ingentes masas de población. Entre esas transformaciones económicas y socio-políticas y la decisión de emigrar —porque nunca emigra todo el mundo— tuvo que mediar, aún, la disponibilidad de información y, no menos importante, el valor de decidirlo: no todas las personas valientes deciden emigrar, pero indudablemente emigrar es siempre una decisión valiente ante un panorama que resulta incierto tanto en origen como en destino.
EMIGRAR DENTRO DE ESPAÑA.
En la España contemporánea, la fractura de las fronteras interiores con la creación del estado liberal en la primera mitad del siglo XIX no sólo redujo la incertidumbre a la hora de cruzar viejos límites sino que formó, poco a poco, un mercado de trabajo integrado. Por ello, la industrialización de algunas áreas geográficas de Cataluña, País Vasco o Asturias, junto con algunos polos locales, así como la construcción de las nuevas capitales administrativas —especialmente de Madrid como capital suprema, pero también todas las nuevas capitales de provincia— irradiaron una fuerte demanda de trabajo: peonaje industrial, construcción, administración, comercio, etc. Los buenos resultados económicos del siglo XIX —en contra de lo que se había afirmado hasta hace poco— confirman que, pese a lo doloroso del viaje y la asimilación a la sociedad de destino, ese proceso se resolvió con un lento pero constante crecimiento. Dicho de otro modo, aunque para cualquier observador literario del Madrid del siglo XIX, como Benito Pérez Caldos, la cantidad ingente de pobres recién llegados era siempre muy alta, lo cierto es que esta observación implica que los pobres recién llegados de años atrás han dejado de serlo y han cedido su espacio a los siguientes. Sin posibilidades de promoción social la migración se hubiera interrumpido.
Las duras condiciones de vida del campo y el miedo a las represalias políticas están en el origen de la emigración a Cataluña en los años 40.
Así siguió siendo en el primer tercio del siglo XX, aunque cabe señalar que aparecieron nuevas áreas de atracción, que algunas se estancaron —muchas capitales de áreas rurales— y que otras más se convirtieron, incluso, en zonas de emigración al quebrar su proceso de crecimiento económico o al consolidarse en ellas un modelo de distribución de la riqueza que imposibilitaba la promoción social.
El crecimiento, lento pero constante, de las poblaciones de más de 10.000 habitantes entre 1900 y 1930 —de 221 a inicios de siglo a 322 a la altura de los años treinta— fue el resultado de las migraciones interiores, preferentemente realizadas entre campo y ciudad desde zonas relativamente cercanas unas a otras, incluso más que entre regiones o comunidades. En otras palabras, eran
Barcelona y Sevilla receptoras de emigrantes del mismo modo en que algunas zonas del campo andaluz y catalán eran expulsoras netas.
Los considerandos económicos no eran, con todo, la única razón de las expulsiones de ciertas zonas y de la atracción por otras. Las zonas expulsoras no eran todas las zonas rurales —y mucho menos las de latifundio, que atraían mano de obra temporera— sino aquellas menos dinámicas afectadas por la crisis de la agricultura tradicional de los cereales. Las zonas urbanas ofrecían algo más que posibilidades económicas: al principio uno sólo pasaba de ser pobre rural a ser pobre urbano. Las ciudades ofrecían mayor libertad de asociación y de reunión, nuevas fórmulas de ocio y de consumo, la cercanía de los adelantos médicos, etc. aunque la capacidad de consumo de los recién llegados fuera escasa.
Por ello, el traslado hacia la ciudad se nutría entonces —como hoy— de un conjunto de expectativas que incluían promesas de una vida mejor que no se resumen únicamente en niveles salariales superiores, sino en unas mejores condiciones generales de trabajo —a lo que no es ajeno la mayor presencia de sindicatos—, mejores condiciones urbanísticas y de servicios cuando se supera la etapa del suburbio y posibilidades de consumo de bienes y servicios que no se dan en espacios poco poblados o de habitat disperso. Bien es cierto que, a menudo, esas expectativas no se cumplen hasta la generación de los hijos, siendo la de los padres una forma de sacrificio (¿inversión?) para que sus descendientes no pasen, como tantos emigrantes han repetido, “por lo que yo tuve que pasar”.
EMIGRAR, UN NUEVO FENÓMENO
Por lo que respecta a Andalucía, la emigración de estos años iniciales del siglo XX no se puede limitar a un proceso de abandono de la región hacia áreas industriales, como tampoco se puede circunscribir al éxodo rural. De haber sido así, Andalucía hubiera experimentado muy pronto la fuga de buena parte de su población agrícola y no hay que olvidar que fue precisamente en los años treinta —durante la II República— cuando se recrudeció especialmente la llamada “lucha por la tierra”, lo cual hubiera sido harto difícil de haber actuado la emigración como válvula de escape de aquellos individuos más desfavorecidos. Bien al contrario, el campesino andaluz se resistió a marcharse de extensas áreas de su tierra, precisamente por su prosperidad y por la confianza en conseguir políticamente una redistribución más justa de la riqueza. Con todo, Andalucía vivió su propio éxodo rural interior hacia su propia red urbana. Salvo por lo que respecta a Almería —con una situación peculiar marcada por una acusado minifundismo y una raquítica industrialización que aceleró los flujos migratorios a Argentina, Argelia y Cataluña desde las postrimerías del siglo XIX— las cifras migratorias fueron modestas o incluso positivas —caso de Sevilla, Córdoba o Huelva, que recibieron inmigración—, además del hecho mismo del crecimiento migratorio de todas las capitales, salvo, de nuevo, Almería.
LA GUERRA Y LA HUIDA
Emigrar, pues, no era una tradición andaluza —en América Latina la imagen del emigrante español es el gallego no el andaluz— sino algo que sobrevino tras la Guerra Civil y que hay que poner en relación con los cambios sociales y políticos que ella introdujo. Mientras fue posible imaginar una reforma agraria —fuera la republicana de colonización en base a la pequeña propiedad o al establecimiento de cooperativas o la socialista y anarquista en base a la colectivización— el campesino andaluz solamente dejó sus tierras para emigrar a las ciudades cercanas o, en un número no mayor al de catalanes rurales —por ejemplo—, fluir moderadamente hacia áreas industriales, o hacia América Latina. Aquí y allá, los frutos de huelgas perdidas, el dominio electoral renovado de propietarios y arrendatarios pudieron ser migraciones localizadas, pero no generalizadas , hasta que esa esperanza de mejora económica, puesta en proyectos políticos reformistas o revolucionarios, dejó de existir por completo con la victoria del Ejército Nacional del general Franco.
Hasta la Guerra Civil, el campesino andaluz se resistió a marcharse de su tierra precisamente por su prosperidad y por la confianza en conseguir políticamente una redistribución más justa de la riqueza
El golpe asestado a buena parte de la sociedad andaluza por la Guerra Civil fue irreparable. La primera consecuencia fue, sin duda, el exilio más o menos permanente de los refugiados que huyeron de los frentes de combate y de las represalias del Ejército Nacional y del complejo aparato civil de la represión franquista. En segundo lugar, la transformación política de España en una dictadura fascista se llevó por delante cualquier aspiración futura de reforma agraria: la política de colonización franquista fue un pálido remedo de las iniciativas republicanas y resultó, a la postre, un estrepitoso fracaso. En tercer lugar, la política autárquica llevó al hambre al conjunto de la población y, en cuarto, las represalias hicieron la vida literalmente imposible a aquellos que habían jugado un papel activo durante república y guerra en el bando derrotado. Fue un verdadero punto y final, la destrucción de toda expectativa de mejora a través del esfuerzo colectivo sobre el terreno: sólo cupo la huida para muchísima gente.
La gran ciudad ofrecía anonimato. En su pueblo el emigrante era conocido y, por lo tanto, sujeto fácil no sólo de la represión oficial sino también de la represión informal de negación de trabajo y vacío social
En Almería el precedente de los primeros años de siglo fue terreno abonado para reemprender la aventura: no pocos tenían familiares, amigos y paisanos en Cataluña y había llegado el momento de aprovecharlo. En el resto de Andalucía jugaron dos alternativas : una nueva huida hacia a las capitales y el esfuerzo aventurero de los pioneros que movilizaron su imaginación y recursos para encontrar nuevos horizontes, en Cataluña, en Madrid y aún en otras áreas urbanas e industriales. ¿Cabe colegir de ello que la situación de hambre y represión política era menor en Madrid o Barcelona? En absoluto. Emigrar hacia Madrid o Barcelona no era una forma segura de combatir el hambre, dado que en las ciudades de los años cuarenta el hambre era incluso superior a la que se experimentaba en el campo. El problema no se podía resumir solamente en huir de! hambre porque a su llegada el emigrante pasaba a compartir el hambre de sus nuevos paisanos.
¿Cuál fue, entonces, el atractivo de las ciudades industriales catalanas?
Sin lugar a dudas la ciudad ofrecía dos ventajas a estos pioneros de la emigración de posguerra. En primer lugar, ofrecía la posibilidad del anonimato. En su pueblo de origen el emigrante era conocido: por su vida pública y privada y, por lo tanto, sujeto fácil no sólo de la represión oficial sino de aquella represión informal de negación de trabajo y vacío social que convirtió su devenir en una verdadera pesadilla. El problema del hambre cedía su importancia a un problema previo: el del trabajo. En las ciudades industriales de Cataluña, con falta de mano de obra debido a la muerte, la cárcel y el exilio, nadie iba a pedirle referencias al emigrante; máxime cuando estaba dispuesto a aceptar sueldos miserables, pero regulares. La segunda ventaja procedía de la reconstrucción de un mundo de relaciones sociales que le había sido negado en origen y que, en Cataluña, iba a poder rehacer porque la mayor parte de sus compañeros de migración —paisanos o no— procedían de la misma experiencia. En la vida dura del suburbio, familiares , paisanos y vecinos iban a tejer nuevas redes de solidaridad que facilitaran los mínimos exigibles para la supervivencia, lejos del patrón, del guarda, de la guardia civil y del señorito.
Saldos migratorios andaluces, 1901-1980 (provinciales)
1901-10 | 1911-20 | 1921-30 | 1931-40 | 1941-50 | 1951-60 | 1961-70 | 1971-80 |
Almena | -29.006 | -56.582 | -73.397 | -31-450 | -39-294 | -38.414 | -32.621 | -14.108 |
Cádiz | -29.334 | 39.914 | -59-391 | 6.005 | 35.378 | 6.674 | -73-209 | -40.727 |
Córdoba | -4.877 | 22.100 | 13.230 | 8.283 | -30.300 | -68.153 | -135.179 | -79-573 |
Granada | -26.196 | -9.665 | -21.517 | -14.280 | -22.530 | -99.630 | -119.280 | -62.450 |
Huelva | 8.733 | -2.086 | 751 | -9.420 | -16.496 | -2.733 | -31.625 | -18.115 |
Jaén | -6.256 | -4.421 | -16.088 | -1.930 | -41.363 | -110.582 | -138.938 | -84.750 |
Málaga | -42.494 | -16.993 | -13.989 | 678 | 18 | -46.404 | -43.258 | 11.501 |
Sevilla | 2.316 | 72.996 | 31.774 | 66.799 | 55.086 | -9-193 | -83.967 | -77-357 |
TOTAL | -127.114 | 45.263 | -138.627 | 24.685 | -59501 | -368.435 | -658.077 | -365.579 |
FUENTE: Julio Alcaide Inchausti (dir.), Evolución de la población española en el siglo XX, por provincias y comunidades autónomas, 2Vols., FundaciónBBVA. Madrid, 2007.
Las autoridades les acogieron con recelo y derribaron sus barracas sin ofrecerles alternativas. Los empresarios les dieron trabajo satisfechos de poder pagarles poco y no tener el ‘peligro’ de que se sindicaran
Establecida la cabeza de puente por estos primeros emigrantes andaluces en Cataluña —rodeados por aquel entonces por una mayoría de emigrantes aragoneses, murcianos y catalanes de zonas rurales— la afluencia de andaluces hacia Barcelona y su entorno se aceleró en los años cincuenta, hasta alcanzar el cénit en los años sesenta. Paradójicamente, el cuadro de los saldos migratorios andaluces, que recogemos en esta página, nos muestra que, también, en los años treinta, Andalucía había vuelto a ser receptora neta de inmigrantes —sin duda un éxito de las condiciones de trabajo aportadas por la legislación laboral de la II República— y que aún en los cuarenta, lo seguían siendo Cádiz y, sobretodo, Sevilla por su carácter urbano-industrial.
RECEPCIÓN E INTEGRACIÓN
Integrarse en Cataluña resultó una penosa aventura para los inmigrantes, tanto para los andaluces como para todos los demás. ¿A qué Cataluña debían integrarse al llegar? ¿A la nacionalcatólica y falangista de los vencedores de la Guerra Civil o a la revolucionaria, democrática y/o nacionalista catalana de los distintos vencidos? Al llegar sólo podían ver una, evidentemente: la de los vencedores —catalanes y no catalanes— que gobernaban el territorio.
En ese sentido, la recepción no fue precisamente una luna de miel. Las autoridades de la Cataluña franquista les acogieron con recelo y derribaron sus barracas sin ofrecer alternativas, ya que tardaron dos décadas en lanzar una política eficaz de construcción de viviendas.
Por su parte, los empresarios les acogieron satisfechos de poder pagarles poco y no tener que atender a cotizaciones sociales serias, ni al peligro de que se sindicaran, como hubieran hecho antes de la guerra.
Los obreros catalanes añadieron otro recelo: en tiempos de bajos salarios y malas condiciones de trabajo, su llegada era mala competencia, al menos en los puestos más subalternos —a los especializados no podían tener acceso sin experiencia previa—. Sus vecinos catalanes eran, simplemente, inexistentes: vivían en los barrios populares de las ciudades, no en el suburbio; si algún habitante del suburbio era catalán —y no eran pocos al principio los llegados de Lleida o de las áreas rurales de la propia Barcelona— no lo parecía en absoluto. El catalán tenía una casa y vivía en la ciudad y no allí donde la ciudad cambiaba de nombre, según el título de la novela de Paco Candel. ¿Cómo iba a integrarse nadie?
Fueron los propios inmigrantes —codo con codo andaluces, murcianos, castellanos, etc.— quienes se integraron entre sí transformando el suburbio en barrio y escalando posiciones a pulmón en la escala social
Como también veremos, fueron los propios inmigrantes —codo con codo, andaluces, murcianos, castellanos, etc.— quienes se integraron entre sí transformando el suburbio en barrio y escalando posiciones a pulmón en la escala socio-profesional de la industria local. Al principio, la conexión con catalanes que no fueran autoridades, empresarios o sus representantes —capataces, contramaestres, etc.— sólo pudieron producirse con fluidez en el trabajo. Fue allí donde se produjo la primera y verdadera integración y su resultado de mayor peso fueron los renovados sindicatos, tanto legales —Hermandades Obreras de Acción Católica— como clandestinos —el movimiento de las Comisiones Obreras—, en un escenario en que los trabajadores inmigrantes fueron superando en número a los autóctonos en muchas ramas de la producción —claramente en la construcción y el metal, no así en el textil—. El segundo escenario fue el de la asistencia social y asociacionismo confesional católico, lo único que había quedado en pie, tras la represión franquista, del rico asociacionismo civil catalán de ateneos, círculos, casáis, cooperativas, etc. anterior a la guerra.
PRIMERAS SOLIDARIDADES
Entre el sindicalismo, la parroquia y la asistencia social se construyeron las primeras solidaridades entre comunidades, igual que fuera de esos espacios se producían también los primeros choques explícitos: desde pintadas anti-inmigrantes como “Xarnegos fora!” a otras hostiles a los autóctonos como el “Aquí termina Cataluña” que se instaló a la entrada de algunos barrios.
Si la acción conjunta en defensa de los intereses populares comunes unía, la distancia y la obcecación en la diferencia podían separar. No fue una historia sencilla y nadie podría jurar a día de hoy que sea un tema completamente cerrado, aunque las pintadas hayan desaparecido y los choques entre comunidades afecten en el presente a nuevos emigrantes, llegados desde lugares más lejanos, tanto frente a los autóctonos, como frente a los emigrantes de ayer y a sus descendientes.
Lo cierto es que estamos aún reconstruyendo este complejo proceso, del que hay más opiniones y testimonios personales que certezas.
Almería: una verdadera catástrofe demográfica
El gran éxodo rural hacia Barcelona arrancó antes en la provincia de Almería que en el resto de Andalucía. Así, mientras en las otras siete provincias andaluzas la emigración a Cataluña arrancó en los años cuarenta, en Almería se inició en el quinquenio 1916-20 cuando la provincia registró un saldo migratorio negativo de 40.283 habitantes, seguido del de 1926-30 con 29.564, en dirección al resto de España. Ni siquiera durante el extraordinario éxodo rural del período franquista volverán a darse cifras semejantes. La intensidad del fenómeno resulta tan extraordinaria que el crecimiento vegetativo no llegó a compensar las pérdidas —algo que tan sólo se produce en muy contadas ocasiones y, aún, con retrocesos de población muy pequeños—, pasándose de los 391.623 habitantes de 1915 a los 355.373 de 1920: una caída del 11,34% de la población… ¡una verdadera catástrofe demográfica!
El origen de esta huida masiva está en la crisis irreversible de la minería y en el retroceso de la viña, compartidas en ese mismo momento por las comarcas limítrofes con Murcia. El punto de destino fue una ciudad de Barcelona —con el añadido de las mayores poblaciones de su entorno— que experimentó una fuerte demanda de trabajo con motivo del crecimiento de las exportaciones a los países beligerantes en la I Guerra Mundial, primero, y las obras de urbanización que precedieron a la Exposición Internacional de 1929, después. En el punto de destino, estos andaluces de Almería no fueron reconocidos como tales, mezclados con el amplio número de murcianos, valencianos y aragoneses que compartieron su aventura. En Cataluña se dio en llamar “murcianos” —el grupo mayoritario— a todos los inmigrantes de ese período, y así se siguió llamando a los emigrantes en su conjunto hasta los años cincuenta.
HAMBRE, TAMBIÉN EN CATALUÑA
Por poner un solo ejemplo: en mi ciudad de nacimiento, Sabadell—como hijo de murciano y catalana—, los empresarios textiles detectaron en 1941 que el rendimiento de sus trabajadores —mayoritariamente autóctonos— estaba cayendo en picado por la subalimentación a que estaban sometidos. Su decisión, entre humanitaria e interesada, fue pedir autorización para comprar comida —había racionamiento— y ofrecerla a sus obreros como sobresueldo en especie, para impedir los no infrecuentes mareos y desmayos durante la jornada laboral. A su llegada, los pioneros de la emigración andaluza de los años cuarenta no pudieron tener estas ventajas, dado que los puestos de trabajo que obtuvieron no fueron mayoritariamente industriales, por no tener oficio ni cualificación en estos menesteres. Fueron peones subalternos —carga y descarga en los muelles de las fábricas, transporte, limpieza— o empleados del servicio doméstico y —siempre— contratados temporales. Además tuvieron que vivir en suburbios de barracas —incluso cuevas—, donde menudeó la tuberculosis, verdadero problema social-sanitario de la Cataluña urbana de entonces.
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA – CEFID
Fuente: Andalucía en la Historia
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