EN su mensaje de Navidad, el Rey hizo una referencia directa al "sacrificio de todos los españoles que dejan ahora nuestro país para conseguir mejores condiciones de vida para ellos y sus familias". Esta alusión equivalió a un reconocimiento en toda regla de que España vuelve a ser un país de emigrantes. No de inmigrantes, como ha sido durante los dos últimos decenios, al recibir a cientos de miles de latinoamericanos, norteafricanos o europeos; sino de emigrantes que dejan España, rumbo a EE.UU., el Reino Unido, Francia o Alemania, en pos del sustento que la crisis les ha negado en su país.
Este reconocimiento es bienvenido, como cualquier otro que no enmascare la realidad. En particular, después de que Marina del Corral, secretaria de Estado de Inmigración y Emigración, pronunciara unas sonrojantes declaraciones, hace un mes, en las que atribuía la partida de decenas de miles de jóvenes españoles, víctimas del paro, a su "espíritu aventurero". Las dimensiones de la nueva emigración española son lo suficientemente grandes como para evitar cualquier análisis de tamaña frivolidad. Del 2008 al 2010, el primer trienio de la crisis, el número de emigrantes se mantuvo alrededor de los 25.000 anuales. Pero en el 2011 saltó a casi 38.000. Y en el 2012 podría situarse sobre los 50.000.
La historia -suele decirse- se repite. A grandes rasgos, eso puede ser cierto. Pero conviene distinguir los matices. El franquismo apreciaba mucho las remesas de divisas que remitían los emigrantes españoles, por lo general poco cualificados, y no tenía prisa por verlos regresar. Ahora es distinto. Ahora son titulados, y la Constitución insta al Estado a velar por su retorno. Como muy bien dijo el Rey, "la experiencia y la preparación \[de aquellos que hoy emigran] constituirán a su regreso un importantísimo efecto dinamizador de nuestra economía". Que así sea. Y cuanto antes, mejor.
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